Francisco Valdés Perezgasga, 2012-06-03
El año pasado Pedro Arrojo, catedrático de la Universidad de Zaragoza, vino a La Laguna por segunda vez. Durante su plática confesó que, en su primera vez en nuestra tierra, había preguntado por las lagunas que nos dan nombre. Grande fue su sorpresa al saber que llevamos ya más de seis décadas huérfanos de lagunas. Fue entonces que se enteró que hasta la mitad del siglo veinte hubo aquí humedales grandes y únicos. Aún siendo especialista en el uso y el abuso del agua -en su Ebro y en el mundo- nuestra circunstancia le pareció especialmente dramática: una Comarca Lagunera sin lagunas. Hasta entonces se enteró que los humedales que daban nombre a esta región clavada en el árido y caliente corazón del vasto Desierto Chihuahuense tenían sesenta y más años desaparecidos.
Durante milenios, desde la última glaciación, éste fue un desierto periódicamente inundado por los dos ríos más grandes de México que nunca llegan al mar: el Nazas y el Aguanaval. La Laguna de Mayrán, La Vega de San Pedro, La Laguna de Viesca, La Laguna del Caimán, Tlahualilo -que en Náhuatl significa tierra inundada- o la Vega de Marrufo son hoy paisajes largamente olvidados, nombres casi borrados de nuestra memoria colectiva. A finales de los cuarenta un Okavango norteamericano desapareció frente a nuestros ojos. Después de más de sesenta años de presas, represas, diversiones, canales forrados de cemento y un feroz y despiadado ataque a los acuíferos se acabaron las lagunas y las vegas. Aún tenemos dos ríos que de repente reviven y también tenemos -es un decir- un acuífero que se llena de arsénico, fluor y otros venenos a medida que se encoge. Tras sesenta años de mal uso del agua estamos bebiendo lo que llovió hace milenios en las distantes sierras del oeste de Durango.
El origen de nuestro predicamento no tiene misterio. La Laguna es el hogar del emporio lácteo más grande de México que hoy es también -merced de adquisiciones y fusiones- el segundo emporio lácteo más grande de los Estados Unidos. Somos un desierto que exporta agua en la forma de leche, de queso, de mantequilla y de yogurt. Somos una comunidad de mineros del agua que escarbamos buscando riquezas pero que en el trayecto nos acercamos a nuestra propia destrucción. Mineros del agua para regar la alfalfa para alimentar a las vacas que nos dan la leche.
Pero poco a poco nos vamos dando cuenta que fue el agua lo que nos convocó a este rincón desértico y caliente. Que sin agua no permaneceremos. Poco a poco algunos nos damos cuenta que aún tenemos los ríos y algunos humedales encogidos y admirables donde hacen su hogar las aguilillas de cola roja, los capiturrines y los patos mexicanos. Como en el Parque Estatal Cañón de Fernández, un sitio Ramsar en el cercano Nazas, donde hay agua todo el año, lo que explica el maravilloso bosque de ahuehuetes milenarios que amacizan sus orillas. Un diminuto listón de frescor y de verde en medio de una aridez vasta y alta capaz de soportar también pequeñas poblaciones de raras aguilillas grises, patos del bosque y charas verdes. Un listón de frescor y verde en medio de un mar gris y café que funciona como un imán migratorio y aloja cada invierno a chipes, águilas pescadoras y monjitas.
Vivimos en La Laguna donde ya no hay lagunas y donde el agua desaparece por arte de la avaricia. ¿Que caso tiene seguir llamándonos lo que no somos? Quizá ningún caso, pero muchas laguneras y muchos laguneros vemos las maravillas del Nazas -y las del Aguanaval- y nos aferramos con amor y orgullo a nuestro gentilicio como quien se aferra a una verde y fresca esperanza. La esperanza de que nuestros ríos y nuestras lagunas vuelvan. La esperanza de que nuestro acuífero se rellene y vuelva a ser potable. La esperanza de saber que aquí nacerán, aquí crecerán y aquí progresarán los nietos de las nietas de nuestros nietos.
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